martes, 20 de junio de 2017

Leyenda del fantasma del Sabaneta
D.R.A.

Los hechos narrados en esta leyenda datan de los tiempos de la II Guerra Mundial, cuando el gobierno de Colombia, por disposición directa de Los Estados Unidos, ordenó tomar como prisioneros a más de un centenar de ciudadanos alemanes y japoneses, los cuales fueron trasladados y recluidos en un importante hotel del interior del país. El sitio, de nombre Hotel Sabaneta, estaba ubicado en el poblado de Fusagasugá, a escasa hora y media de la capital. Este era un hotel de lujo, destacaba por su arquitectura y sus cortinas, tapetes y accesorios, todos eran importados. Los extranjeros permanecieron allí confinados por un tiempo aproximado de dos años, mientras la guerra terminaba. Durante este tiempo, el trato que se les dio fue digno, pero lo único que los torturaba era que no podían salir en ningún momento y, desde luego, tenían que pagar ellos mismos su estadía en dicho lugar. Fue en este contexto como una camarera, de nombre María Josefa, se enamoró perdidamente de un alemán e hizo todo lo posible por seducirlo, valiéndose de sus encantos tropicales. Todos los días lo asediaba, se le insinuaba de mil maneras, trataba, en las noches, de infiltrarse en su lecho, pero este noble señor sólo tenía su pensamiento puesto en su esposa y sus hijos y no hallaba la hora de quedar libre para reunirse con su familia. Así que desde un comienzo su actitud para con la insistente camarera fue cortante y fría. Terriblemente molesta por el rechazo de que había sido objeto, María Josefa, se asesoró de algunas amistades, poco aconsejables, quienes la condujeron donde una renombrada bruja que vivía en cercanías del Cementerio. Siguiendo los consejos de la hechicera, confeccionó un muñeco de trapo vestido de alemán y, mediante un ritual, lo bautizó con nombre y apellido, clavó una docena de agujas alrededor de su cintura y finalmente, una noche de luna llena, lo enterró, cerca de la piscina en medio de extraños rezos y conjuros.  Y sucedió que el ciudadano alemán se fue enfermando poco a poco, se quejaba de un intenso dolor de cintura que cada día era más fuerte, hasta que, a los dos meses falleció. Según el dictamen médico, este señor murió de cáncer en la cintura. Los meses posteriores al funeral del alemán, fueron tortuosos, no sólo para María Josefa, quien se sentía arrepentida por sus actos, sino para todos los recluidos en el lugar, ya que, en las noches, era frecuente observar el espectro del fallecido subiendo o bajando escaleras, al tiempo que proyectaba mugidos terroríficos y gritos de dolor. Pero lo más espeluznante de la historia es que frecuentemente se escuchaba su voz de ultratumba diciendo: “María Josefa, María Josefa, no te dejará en paz tu sucia conciencia”. Contaban algunos testigos que María Josefa fue enloqueciendo lentamente hasta terminar recluida en un manicomio mientras que el fantasma del Sabaneta seguía apareciéndose en el hotel, incluso después de que este lugar se había convertido en ruinas.

Autor: Héctor Cuestas Venegas
Foto: Héctor Cuestas Venegas

domingo, 18 de junio de 2017

Leyenda de la tumba y el cuervo
D.R.A.
Dicen los parroquianos que durante unas vacaciones de Semana Santa, un grupo de profesores salió de caminata por la exótica región del Sumapaz con el propósito de escalar el cerro Quininí y allí acampar. La mayoría de ellos llevaba todo el equipamiento necesario para pasar la noche, pero sólo tres, que se habían unido al grupo a última hora, no llevaban carpa. Una vez llegaron a la cima, todos se dividieron por grupos pequeños y comenzaron a organizar su fogata y a prepararse para acampar. Los tres docentes a quienes les faltaba su carpa, se sintieron en desventaja y no sabían qué hacer para solucionar este impase, ya que se sentía un frío demoledor, había mucho insecto y el tiempo amenazaba con lluvia. Entonces uno de ellos, Hugo, le preguntó a su compañero Alonso, que cómo iban a hacer. Elisa, la esposa de Alonso sugirió regresar a una cabaña de aspecto abandonado que habían visto por el camino. –Buena idea, dijo Alonso. Ya había oscurecido y ellos decidieron salir en busca de aquel lugar, no sin dar aviso a los demás. Una voz líder del grupo trató de disuadirlos, pero ellos persistieron en hallar la cabaña y pasar la noche allí. Había que caminar un largo tramo en medio de la oscuridad, así que Alonso sacó de un bolsillo el celular y encendió la linterna. Casi media hora llevaban de camino cuando encontraron un gigantesco árbol caído y atravesado en todo el sendero. Lo extraño es que cuando habían pasado por ahí con todo el grupo, no lo habían visto. Pero, por su aspecto, este árbol llevaba mucho tiempo allí atravesado. –¿Será que nos hemos perdido?  Dijo Hugo. –No lo creo, estoy segura de que este es el único camino. Respondió Elisa. –Pero ese árbol nunca lo vimos. –Agregó Alonso. – Bueno, debe ser que el sendero tiene alguna variante y nosotros la tomamos sin darnos cuenta– Repuso Hugo. Treparon el tronco del árbol que tenía más de un metro de grosor y continuaron, muy intrigados el camino. Más adelante, Elisa se detuvo un instante como mirando hacia el firmamento y cuando le preguntaron qué le sucedía, ella dijo, con voz trémula que sentía miedo de seguir adelante. – Sería mejor que regresemos al campamento de los compañeros– Dijo. Su esposo le habló, la abrazó y la convenció de continuar, ya que, según sus cálculos, estaban muy cerca de la cabaña. Unos pocos minutos después de continuar el camino, se encontraron con una escena realmente intimidante: Al lado del sendero, había una excavación rectangular, similar a una tumba, que parecía recientemente excavada, tenía más o menos ciento ochenta centímetros de longitud, noventa de anchura y un metro de profundidad. Amontonada alrededor de la tumba, estaba la tierra extraída, y cada treinta centímetros, aproximadamente había una vela semienterrada y una rosa roja junto a cada vela. Las velas no estaban encendidas, pero parecía que algún soplo las había apagado recientemente, ya que de algunas de ellas emanaba un fino hilo de humo azuloso. Ellos se detuvieron por menos de un minuto, se miraron aterrados y continuaron. Alonso tuvo abrazar a Elisa por unos instantes, ya que el horror que le produjo aquella tenebrosa escena, hizo que ella quedara casi inmóvil. –Hay muchas cosas que no me gustan, pero ya estamos muy avanzados en el camino como para tratar de devolvernos. - Susurró Alonso a Hugo, tratando de que Elisa no escuchara. –Sí, eso mismo estaba pensando yo. - Respondió Hugo. –No le quería contar esto para no impacientarlo más, Hugo. Pero desde hace largo rato sentía que algo o alguien nos perseguía, entonces, no aguantando más, giré hacia atrás alumbrando con el celular y vi, como a siete metros de nosotros un ave negra, muy parecida a un cuervo, pero más grande de lo usual. Ésta marchaba por el sendero, y digo marchaba porque no se desplazaba volando sino caminando con sus dos patas, era muy extraño, se movía como un pingüino. Cuando vio que la alumbré, se detuvo y se quedó mirándome fijamente, como desafiándome. Tuve que invocar a Dios en mi mente para tranquilizarme y seguir caminando, pero más adelante quise ver si el cuervo seguía tras nosotros y volví a alumbrar hacia atrás. Efectivamente, ahí continuaba a la misma distancia pisando nuestros pasos, como si tuviera las alas paralizadas. Y así pasó por largo rato hasta que, al fin desapareció. – Pero, ¿está usted seguro? Preguntó Hugo, muy nervioso. – Tan seguro como con lo de la tumba y lo del árbol caído. – En ese momento intervino Elisa: – Dejen de murmurar que ya escuché todo –. Lo que tenemos que hacer es llegar pronto a esa bendita cabaña, si la encontramos y rezar antes de dormir, si es que podemos dormir. Justo acababa de decir Elisa estas palabras, cuando vislumbraron la silueta de aquella cabaña, levemente iluminada por la luz de la luna, que hasta hace poco había asomado. – Qué alivio. – dijeron en coro. –
Se acercaron sigilosos, encontraron la puerta entreabierta, saludaron como para cerciorarse de que allí nadie había y luego entraron. – Ciertamente es una cabaña abandonada. – Dijo Hugo. Todo allí estaba cubierto de polvo, las tablas del piso estaban semi-destruidas por el gorgojo, de tal modo que, hallando una escalera en mejores condiciones prefirieron subir y explorar en el altillo. Allí la madera estaba en perfecto estado. Y fue así que ellos optaron por limpiar el polvo del tablado y extender allí los plásticos y la cobija que llevaban para pernoctar. Comieron algo de merienda que traían en sus maletas, conversaron sobre diferentes temas triviales, como para tratar de olvidar los extraños sucesos y tranquilizarse, luego rezaron un Padre Nuestro, un Ave María y se recostaron para tratar de dormir.
Después de muchos esfuerzos para conciliar el sueño, pasada la una de la madrugada, lograron dormirse. Pero, a eso de las tres de la mañana, un grito espantoso hizo que los dos profesores quedaran sentados del susto. Inmediatamente vieron a Elisa gritando y llorando con un gesto de horror plasmado en su rostro. –Pero, ¿qué pasó, amor? – Le preguntó Alonso, muy preocupado, mientras Hugo apenas reaccionaba preguntándose qué estaba sucediendo.
Después de unos minutos, en los que Elisa se trató de tranquilizar tomando unos sorbos de agua, les relató lo sucedido: –Yo, que creía estar dormida, de pronto escuché la voz suave de una mujer que me dijo: “Va a venir don Saturnino Castro, pero esté tranquila que él no les va a hacer daño”. Entonces, pensando que era un sueño, me desperté de inmediato y fue cuando vi, a través del ventanal, la imagen de un hombre campesino, con su ruana y su sombrero. Él parecía quererme decir algo, pero en ese instante fue cuando grité, ustedes se despertaron y la imagen desapareció. –
Sorprendidos por lo que Elisa les relató, los dos hombres se miraron, como pensando que ella había sido víctima de alguna pesadilla y trataron de tranquilizarla para así dormir un rato más hasta el amanecer.
En las horas de la tarde, cuando los paseantes iban de regreso a casa, entraron a una tienda, atendida por un anciano, para comprar algo de beber. Cuando Hugo pagó lo que consumió con sus compañeros, muy espontáneamente, le preguntó al vendedor: -Permítame señor una pregunta. ¿Usted sabe algo de la cabaña abandonada que hay allá arriba en la montaña? –Ah, sí, esa era del finaito Saturnino Castro, a él lo mataron en esa cabaña. Fue una muerte horrible, ¡Dios lo tenga en su reino! – Los profesores se quedaron sin aire, sus rostros palidecieron y apenas se miraban aterrorizados. A un lado de ellos, sentado en una banca, había un campesino tomándose una cerveza y al escuchar sobre el tema dijo: –¿Compadrito y no les va a contar lo del asesino, que también lo mataron y lo enterraron en una tumba por ahí cerquita? Dicen que en las noches se les aparece en forma de cuervo a los viajeros que intentan entrar a la cabaña. En ese momento interrumpió el tendero: –Ah, pero eso deben ser puros cuentos, ustedes no deben creer todo lo que inventan por aquí.

Autor: Héctor Cuestas Venegas
Foto: Héctor Cuestas V.

Leyenda del demonio de la taberna
D.R.A.

Según la narración de no pocos moradores del municipio de Fusagasugá, hacia comienzos de los años 90, se inauguró una suntuosa taberna ubicada en inmediaciones del Puente del Águila. Esta era, hasta el momento, el mejor y más novedoso sitio para ir a divertirse, tomar algunos tragos y bailar hasta altas horas de la noche o de la madrugada. Tenía como estrategia de publicidad un poderoso faro móvil proyectado hacia el cielo que emanaba un potente chorro de luz, rompiendo así, en las noches, la imponente oscuridad del firmamento. Pronto se convirtió en la discoteca más concurrida y sus dueños, muy felices, semana tras semana, llenaban sus arcas. Dicen que, a los pocos meses de exitoso funcionamiento, un viernes, dos jóvenes y hermosas mujeres, que llegaron allí en busca de diversión, al parecer sin el consentimiento de sus padres, estaban tomando una copa de licor y esperando que alguien las sacara a bailar, cuando vieron estacionar un lujoso auto, conducido por un joven muy apuesto y vestido de negro. El joven se bajó de su auto, entró, se ubicó en una mesa contigua a la de las bellas señoritas y pidió una cerveza. Enseguida, las dos amigas, comenzaron a mirarlo y a hacerle sonrisas e insinuaciones, pues quedaron prendadas del atractivo del nuevo visitante. Éste, no tardó en acercárseles para saludarlas e invitarlas a bailar. Tras haber bailado un disco con cada una de ellas, las amigas se sentaron para intercambiar sus impresiones respecto a aquel galán y coincidieron en que había algo extraño en este personaje. Era el hecho de que, al comenzar el baile, este joven les imponía la condición de que, durante el mismo, no fueran a dirigir la mirada hacia sus pies. Las jóvenes cumplieron, al comienzo, aquella condición, pero confesaron que ya no aguantaban más la intriga y que estaban a punto de violentarla. Así que cuando él volvió a invitar al baile a una de ellas, en medio de un romántico vallenato, la chica no aguantó el poderoso deseo de mirarle los pies a su compañero de baile y fue ahí cuando se percató de que este sujeto en vez de pies, tenía cascos. Sí cascos, idénticos los de las patas de una mula. Inmediatamente la chica vio esto, se produjo una especie de explosión en el lugar, se fue la luz y apenas se veían chispas por todos lados, comenzó a propagarse un incendio y el galán, con su auto, desapareció misteriosamente. A las pocas horas el incendio fue controlado, varios heridos y quemados fueron llevados de urgencia al Hospital y especialmente las chicas que bailaron con el misterioso joven de negro. Cuando los médicos les hicieron los chequeos generales, encontraron en sus cinturas y en sus espaldas unas marcas muy particulares, eran quemaduras en forma de una mano humana. La mano misma del joven que bailó con ellas, que no era otra cosa que el mismo demonio. Dicen que aquellas jóvenes duraron convalecientes por varias semanas, pero se fueron secando lentamente, hasta morir. La taberna, al poco tiempo quebró y desde entonces, tanto en el pueblo, como fuera de él, el demonio de la taberna suele aparecerse en cualquier sitio de diversión como discotecas y burdeles para llevarse consigo a las mujeres desjuiciadas, que no hacen otra cosa que buscar el placer desenfrenado. 
Autor: Héctor Cuestas Venegas

FOTO: Héctor Cuestas Venegas

jueves, 8 de junio de 2017

Leyenda de la dama de Coburgo



Los hechos a los que hace referencia esta leyenda, se desarrollan en una importante casona del municipio de Fusagasugá. Esta población, además de la amabilidad de su gente, su clima, sus orquídeas, sus viveros y su actividad turística, también se destaca por su riqueza histórica, aspecto que se confirma con la existencia de varias casonas de gran importancia, algunas de ellas ya declaradas Patrimonio Histórico de la Nación. Otras, por infortunio, han dejado de ser ruinas para desaparecer completamente. Esto sucedió en la Casona de Coburgo, de la que se dice que allí se escribieron parte de los borradores de la Constitución Nacional de 1886 y donde se hospedaron personajes de talla nacional como el sabio Mutis y el poeta José Asunción Silva, quien sembrara los Magnolios que adornan la edificación.  Según lo aseguran algunos moradores de los barrios aledaños, a ciertas horas de la noche, se escucha todo tipo de ruidos, voces confusas y hasta lamentos desgarradores. Dice la leyenda que cierto día, un joven fotógrafo, interesado en capturar algunas imágenes de esta casona, se acercó con su cámara y realizó algunas tomas desde la parte exterior de la misma, la cual se encontraba en relativo estado de abandono. Tras no haber percibido nada extraño, como temía al comienzo, salvo un silencio y una soledad abrumadora, se alejó del lugar y continuó con sus labores cotidianas. A los pocos días, cuando completó el rollo de su cámara, se fue para la capital y lo mandó a revelar. Su sorpresa fue muy grande cuando recibió el paquete de fotos y encontró que, en una de esas imágenes de la casa, tomada desde la parte frontal, apareció, en el balcón del tercer piso la figura de una mujer, de avanzada edad, cubierta con un manto blanco, con largos cabellos grises y muy despeinada, como si se acabara de levantar. El desprevenido fotógrafo quedó sin aire, al detallar que, aparte de su místico aspecto, aquella mujer posaba levantando la mano, como saludando ante la cámara y dejaba escapar una sonrisa que, en vez de parecer agradable, tenía un halo de macabra. El joven recordó que aquella era una casa deshabitada y se aseguró a sí mismo que nunca vio a nadie mientras registraba esas imágenes, lo cual le hizo reaccionar con una crisis nerviosa de la que se curó, con ayuda profesional, después de varios meses. Cuando estaba recuperado del trauma que aquello le causara, llevó sus fotos a un periódico local y éste se encargó de difundir el suceso. Según afirman algunas personas que han tratado de sondear el caso, existió, a mediados del siglo XIX, una dama europea de alta jerarquía que vino a pasar una temporada a Colombia y encontró este lugar como el ideal para su estadía. Estando allí, una banda de ladrones, con armas blancas en su poder, atracaron el lugar y le propinaron una cruel muerte para luego huir con sus pertenencias. Desde entonces, aquella imagen suele hacer su aparición en las horas de la noche. Dicen que quienes la ven, se quedan paralizados del susto por unos minutos y que luego escuchan su voz de ultratumba invitándolos a entrar en la estancia, a lo que no se pueden negar, pues quedan como hipnotizados por su poder convincente. Una vez allí dentro, simplemente desaparecen y sus familias nunca vuelven a saber de ellos. Esto ocurre, especialmente ante aquellos transeúntes que han cometido algún crimen, actos de hurto o han protagonizado algún hecho de maltrato humano.
Desde entonces, todo aquel que transita por el lugar y que conoce la leyenda, trata de esquivar su mirada hacia el balcón, mientras se persigna para pedir a los santos de su devoción que no se les vaya a aparecer la electrizante imagen de la dama de Coburgo.

Autor: Héctor Augusto Cuestas Venegas

lunes, 5 de junio de 2017

La mujer del oso
Tomado de: www.fusagasuga-cundinamarca.gov.co
Cuentan los habitantes de San Bernardo del misterioso caso de Magolita, antigua pobladora del municipio, quien salió a la quebrada a lavar ropa y no volvió; días después unos campesinos que pasaron por allí se miraron asustados unos con otros y comprendieron que los objetos allí encontrados eran de Magolita, conocida por todos los habitantes del pueblo, ya que ella vendía quesos y huevos todos los jueves en el mercado; también encontraron unas enormes huellas que creyeron eran de un enorme animal. Alarmados, los cazadores salieron presurosos a poner esto en conocimiento de las autoridades.
Armados de fusiles y machetes y acompañados de perros, recorrieron en agotadoras jornadas, los sitios inaccesibles y escabrosos del agreste lugar durante 13 días. No ahorraron esfuerzos por encontrar a Magolita, pero la búsqueda fue infructuosa e inútil, por lo que se tuvo que suspender toda labor de rescate. Sin embargo, su esposo Marcelino continuó la búsqueda, y a los tres días encontró un pedazo del vestido que él le había regalado el día de su cumpleaños. Siguiendo los rastros dejados por el enorme animal encontró la cueva que servía de rústica vivienda.
Receloso y asustado Marcelino indagó lo rústico de la cueva; súbitamente dio un grito desgarrador de terror rompiendo el silencio que allí reinaba. Por fin descubrió a Magolita. El cuadro que presenció lo llenó de tristeza y espanto. Ella, semidesnuda, cadavérica y rasguñada por todo el cuerpo, yacía inconsciente sobre una especie de cama hecha de trozos de madera y maleza, empotrada entre los troncos de un árbol. A su alrededor vio con estupor unos trozos de carne cruda y unos frutos silvestres.
Asustado, salió corriendo a pedir auxilio, llegando luego acompañado de varios cazadores, ya que él no pudo sacarla de esa cueva. La levantaron y se la llevaron cuidadosamente por miedo de encontrarse el gigantesco animal y por la pronta atención de la víctima.
No habían avanzado mucho cuando escucharon los espantosos gruñidos del animal, que inmediatamente fueron identificados como los de un oso. Comprendieron la magnitud de la tragedia. Magolita había sido por más de 15 días la mujer de un oso. Pasaron los días y Magolita jamás volvió a hablar, se le veía siempre con la mirada perdida indicando a las claras que no se había recuperado del trauma ocasionado por esa relación. Al poco tiempo murió llevándose a la tumba el secreto de este insólito suceso.
Las “malas lenguas” dicen que el oso fue muerto en singular duelo por Don Erasmo Rodríguez, cazador de origen y oriundo de Venecia, que en desigual pelea le asestó varios peinillazos, acabando así una de las leyendas sucedidas en el municipio de San Bernardo en la región de Sumapaz.


Leyenda del viejo roble de la montaña

Escrito por Carolina Prieto Molano, basado en el relato de don Ramiro Aguilera, La Aguadita, 2002 y el relato tomado del libro de Historia y Geografía de Fusagasugá en el año 2002.
Hace más de 70 años, Ana Isabelita Flórez y su padre Francisco Flórez visitaban cada quince días los aserríos de la hacienda. En uno de sus viajes Ana Isabelita, con la belleza en flor de sus 16 años, conoció a Washington  Sneider Zimbaqueba, hijo de una campesina de origen Sutagao y de un ciudadano estadounidense, encargado de cuidar los caballos de carga y de silla de don Francisco y su hija.
Aunque apuesto, Washington era pobre y analfabeta. Ana Isabelita, en cambio, rica y educada en los mejores colegios de Bogotá. Pero el amor de juventud desconoce esas barreras y los dos jóvenes se enamoraron como suelen ser los amores locos y perdidos. Al enterarse, don francisco prohibió los amores de su hija. Para evitar que la pareja se encontrara, al peón lo expulsaron de la hacienda, y a la joven la encerraron en su casa en Bogotá.
Pero la separación obligada no surtió los efectos buscados. Una mañana, Ana Isabelita tomó un bus de la Flota Sumapaz y partió en busca de su joven amante que la aguardaba en el caserío de La Aguadita, el único camino existente en ese entonces para llegar a Fusagasugá. Con las manos trenzadas y a toda prisa subieron la montaña para evitar ser capturados. Allí, en la cima del cerro de Fusacatán, Washington había preparado un nido de amor en un tronco hueco de un viejo de roble. En el viejo tronco de la montaña, en la parte alta, también cavó un espacio que serviría para esconderlos si llegaban hasta allí sus perseguidores.
La naturaleza, el enigmático y frío paisaje de La Aguadita, con su exuberante belleza, de falsos helechos que se elevan como palmas, emblemáticos yarumos, quiches y orquídeas de todo tipo, hicieron florecer aquel amor prohibido. Ocho meses después y esperando un bebé, los amantes vieron desde el cerro un grupo de personas armadas que se acercaban en su búsqueda.  Entonces, Ana Isabelita subió al hueco del árbol donde se escondió junto con las dos grandes maletas llenas de joyas y monedas que había traído cuando escapó de casa.
Washington Sneider cerró y trancó el escondite, corrió cañada abajo para enfrentar a sus perseguidores a la orilla del río Barroblanco. Al verlo le dispararon y con más de diez  tiros en su cuerpo cayó al río que lo arrastró combinando las gélidas aguas con el frío de muerte.
Muerto Washington, los perseguidores se olvidaron de Ana Isabelita. Nunca imaginaron que un tronco viejo la encerraba. Aprisionada en las entrañas del roble ancestral, sin posibilidad de escapar, esperó que pasara el día, la noche y el día siguiente. Desesperada arañaba el tronco hasta verter sangre de sus dedos y al no poder salir, con angustia, hambre y asfixia, murieron ambos, madre e hijo, sepultados en su entraña junto con las dos maletas que guardaban el tesoro.   
El paso de los años por el cerro de La Aguadita, la maleza y la exuberante flora borraron el camino. La gente olvidó la historia de amor, su tesoro y sobre todo, encontrar esos dos cuerpos que merecen ser sepultados.
Si usted, señor viajero, llega al pie del viejo roble y pone su oreja contra el tronco, escuchara el tintinar de muchas monedas de oro y plata, mientras el cerro se cubre de neblina espesa, la lluvia cae y acortan la visión y el frío viento azota el rostro. Entonces, un escalofrío invadirá todo su cuerpo, y sentirá las piernas trémulas mientras escucha entre los susurros del viento montañero, los quejidos, llantos y, sobre todo, la súplica para que algún ser valiente dé sepultura a los dos cuerpos, y tome como premio el tesoro.
 


sábado, 3 de junio de 2017

Leyenda de la piedra y la serpiente



Leyenda de la piedra y la serpiente


Cuentan los moradores de la región, que hace muchos años, cuando los españoles irrumpieron en el interior del país, un indígena de nombre Inocencio  Quinchaná, que habitaba  a las salidas de Chuzacá, en la parte alta del pueblo de Usatama,  atemorizado por la llegada de los extraños, recogió dentro de una  mochila una gran cantidad collares, narigueras y demás objetos tallados en oro, producto del intercambio de los insumos agrícolas que había cultivado y trabajado durante muchos años, los llevó a la cima de una montaña, excavó allí una cueva, bajo  una gran roca y los depositó, sellando y cubriendo la mochila con una especie de mezcla preparada previamente con sustancias naturales como el fluido del árbol de caucho, con el propósito de que ésta se conservara por tiempo indefinido. Luego selló la cueva y realizó un conjuro especial aprendido de sus ancestros, mediante el cual todo aquel que se acercara al lugar, con excepción de los niños, las mujeres impúberes o los descendientes de su propia sangre, fuera inmediatamente espantado por espíritus que se harían pasar por una serpiente de mitológicas proporciones. También talló sobre la roca una especie de mapa futurista de una parte de la Sabana y toda la región del Sumapaz, señalando allí, bajo claves secretas los diversos lugares donde sus progenitores y  otros parientes, que no eran pocos,  ya habían ejecutado actos semejantes. En el mapa, a simple vista se ve como una especie de ciudad gigantesca, como si se observara desde el cielo, rodeada de espacios selváticos y montañosos. Pero este mapa no se puede ver sino en momentos especiales como en épocas de intenso verano o en noches de luna llena. De lo contrario, cuando arrecia el invierno, la roca se repliega hasta tomar la apariencia de una piedra insignificante en cuya superficie no se ven más que unas pocas arrugas, las mismas que se convierten en las líneas perfectamente talladas por Inocencio, cuando la acción de un sol intenso o de los fuertes rayos de luna, hacen que la piedra se infle y recobre su tamaño original.
Dicen que muchos curiosos y personas poseídas por una poderosa ambición, han fallecido de infarto y otros han logrado huir despavoridos, pues a lo largo de las décadas han intentado escudriñar el misterio de la roca, pero entonces aparece una monumental serpiente con actitud amenazante exhibiendo unos enormes y afilados colmillos, por lo cual todo intento de búsqueda del tesoro de la mochila ha resultado infructuoso.
Autor: Héctor Augusto Cuestas Venegas
Fusagasugá.